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jueves, 21 de julio de 2011

Las parábolas sombrías de William Golding

Ignacio Gracia Noriega

William Golding tuvo la buena suerte y la oportunidad de publicar «El señor de las moscas» en 1954, cuando todavía estaba vigente la maligna imaginación de Rousseau de que el hombre es bueno y es la sociedad quien lo corrompe y lo hace malo. Ahora bien, siendo la sociedad el conjunto de hombres, no se comprende del todo que el individuo sea bueno y el conjunto malo. Lo que, por otra parte, no da pie al individualismo, sino a todo lo contrario. En 1954 todavía se creía que el socialismo real implantaría en la tierra (a sangre y fuego si fuera preciso) el reino del hombre y la bondad y la solidaridad universales. Algo parecido había pretendido el cristianismo dos mil años atrás, aunque de otro modo, naturalmente. Para la religión, el infierno existe en la otra vida, para castigo de los malos; el socialismo real estableció el infierno en esta vida para que los malos se hicieran buenos y los buenos no dejaran de serlo después de haberles inculcado las admirables virtudes cristianas de la resignación y la paciencia.

A los cien años del nacimiento de William Golding, en Cornualles, 1911, las cosas se ven de otra manera. Ya han perdido todo sentido las utopías, se han vuelto anacrónicas, cuando no peligrosas. «El señor de las moscas» es una novela de aventuras en la que treinta muchachos ingleses arriban a una isla desierta después de un accidente aéreo. El tema del naufragio es recurrente en Golding: dos años más tarde, en 1956, publica «Martin el náufrago», donde un náufrago intenta sobrevivir en una roca. Ambas novelas son complementarias. ¿Qué es peor, naufragar solo o naufragar en compañía? El siglo XX es muy distinto del siglo XVIII, cuando Robinson Crusoe, el náufrago civilizado que fabricaba herramientas, impone su sentido del orden a la naturaleza adversa. Los niños de «El señor de las moscas» están a punto de ser tragados por la naturaleza, de regresar al salvajismo, y Ralph, el muchacho que intenta poner un poco de racionalidad en el caos, llora al ser rescatado por «la pérdida de la inocencia, las tinieblas en el corazón del hombre y la caída al vacío de aquel sabio y verdadero amigo llamado Piggy», víctima de la barbarie. Puede leerse como fábula política y moral, como severa advertencia, como versión adulta de «Dos años de vacaciones», como sombrío reconocimiento de Hobbes frente a Rousseau, formulador tanto de la bondad como del totalitarismo, y como novela de aventuras que al cabo de los años conserva su frescura tenebrosa. Para Golding no hay inocencia ni obras inocentes, trátese de la culminación de una catedral medieval («La construcción de la torre») o de una navegación hacia Australia en tiempos de la Ilustración («Ritos de paso»). Y es autor también de una sátira muy divertida desarrollada en los tiempos de la decadencia del imperio Romano: «El enviado especial». Sea en los primeros y nebulosos tiempos de la especie humana o en el Egipto de los faraones, Golding nos dice una y otra vez que «el debate entre el bien y el mal es el rasgo más obvio de la naturaleza humana».

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